Buscando los sabores de mi madre (I)
Vista desde la óptica platoniana, la realidad aparece ante nosotros como reflejo fenomenológico de lo que esencialmente ella es. Al contrario de la realidad en cuanto a los hechos, en el caso platónico hemos de asumirla desde la elaboración de nuestras percepciones sensoriales en el contexto individual de la base instrumental que en lo cognitivo, emocional y espiritual posee cada quien. Visto así, la muerte no existe más que en cuanto a la desaparición del soporte material que sostiene y otorga la vida en el marco de nuestras existencias. Desde esta elaboración filosófica, la trascendencia humana de la temporalidad existencial, se corresponde con la permanencia fenomenológica de quien ya no está físicamente entre nosotros. Mientras haya alguien que en algún rincón de la vida y en cualquier momento le piense, le recuerde, los que hoy no están, continúan viviendo.
Tal vez desde esa postura ante la vida, recuerdo a mi madre y la veo en sus faenas de casa, particularmente en una actividad que grandes satisfacciones le producía: Cocinar. Sí, mi madre es una gran cocinera, con una destreza empírica para dar sazón al condumio que sus ,anos elaboran. Nacida en Casanay, hoy capital del Municipio Autónomo Andrés Eloy Blanco en el estado Sucre, mi madre disfrutaba el arte de su cocina y la tranquilidad de la poesía. Vale apuntar que la vena erótica instalada en mi sangre deviene de la escucha de aquellos poemas prohibidos que, en uno que otro momento de la escondida soledad a mis once o doce años, escuchaba mientras por momentos era yo el único habitante de casa. Por esas y otras tantas razones, para mí, mi madre vive.
Hoy su presencia se hace más nítida ante mí, cuando mediante el método de aciertos y errores pretendo alcanzar los sabores que su exquisita cocina dejo en el saciado apetito de mi infancia, de mi juventud y de parte de mi edad adulta. Memorables son aquellas días en los que, sentada sobre un banco de sastrería cuya altura estaba por debajo de sus rodillas, llevaba a mi boca, bocado tras bocado el condumio del momento y el día, bien fuesen aquellas arepas blancas, redondas, anchas, con las marcas que la rejilla del anafre dejaba sobre la crujiente concha, envoltorio de una masa suave y perfectamente trabajada. Mezclada con huevos de reciente fritura en yemas amarillas como el color de los soles en verano y la ralladura de queso blanco, todo amalgamado en las falanges de su diestra mano que amorosamente daba satisfacción a mis apetitos infantiles en el desayuno o la cena, cuando el sol se perdía en el ocaso de su viaje al oeste para esconderse de la luna.
Aquellos otros desayunos y el ritual de domingo en la mañana, traídos del contacto con otras culturas en las que el trigo, la leche y los huevos derivaban en panquecas similares a las que la publicidad nos refería de una Señora nombrada Betty Croquer. Eran tiempos de la leche en polvo Denia en sus latas amarillas y verdes al igual que Reina del Campo en sus envases azules. Mamá calentaba la leche recién hecha e inmediatamente la aireaba traspasándola de una olla a otra y dejando que al aire la penetrara para hacer brotar la espuma que, tibia, o mezclada con el café negro que apenas dejaba el colador después de haber impregnado toda la casa con su sabroso y estimulante aroma, hacia nuestras delicias en el primer y único café con leche del día, en aquellos tiempos.
Qué decir de sus exquisitas refritas. Las hacíamos brillar al colocar mantequilla sobre la superficie que sus formas exhibían, en mi caso, las endulzaba con un poco de azúcar y recordaba que en algún momento de esa semana, habían formado parte del almuerzo en el que los “tropezones” de plátano suplantaban el subproducto refinado de la caña para darle el dulce sabor a la usanza de los caraqueños. Inmejorables las arepa dulces. Masa de maíz pilado, semillas de anís dulce, aguamiel o guarapo de papelón para amasar y endulzarlas. Luego de darles forma, las freía en aceite muy caliente, se abombaban de manera inmensa y al llegar a la mesa veíamos lo como lo delgado y casi imperceptible de aquella “piel” que las cubría, se había arrugado, dejando el cuenco de un nido en el que colocar el queso rallado, al igual que las estrellas de Nazoa (2005: 451 – 4539) cuando aquel poeta muerto de hambre, dedicó una rima al hambre de su amada. Creo que el secreto de aquellas arepas está en agregar a la mezcla primigenia un poco de harina de trigo. Por ahí andan las cosas y sigo probando en el camino de reencontrarme con los sabores de mi madre. Quién sabe, tal vez un día nos encontremos y me diga como lograrlo…
Referencia bibliográfica:
Nazoa A. (2005). Humor y amor. Panapo. Caracas. En este referente bibliográfico, hay un poema titulado: Nocturno del poeta y la arepa, en el que, imposibilitado de conseguir una arepa para saciar el hambre de su amada en una noche de luna llena, el bardo termina ofreciéndosela cual gran arepa, y toma las estrellas como parte de un gran plato de queso rallado esparcido bajo el cielo.
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